(Periodista / Piloto)
Este mes me gustaría hablarles de un tema que me preocupa bastante, el maltrato que a veces sufrimos por parte de la gente que trabaja cara al público.
Les juro que soy la persona más comprensiva que puedan encontrar, que empatía podría ser perfectamente una de mis pocas cualidades destacadas, que entiendo perfectamente que es muy duro aguantar a nuestros congéneres con nuestra amalgama de defectos y manías, pero hoy mi umbral de aguante ha dicho basta.
Este verano, como cada año que tengo la suerte de visitar mi pueblo, me acerqué a mi peluquería habitual. Es una de las pocas ocasiones en las que tengo un poquito de tiempo para cuidarme.
La pena es que el dueño es una persona que siempre está de mal humor y no le duelen prendas para criticar a sus clientes. Mi madre me va a matar por compartir esto con Ustedes, “perdón madre”.
“Que si la Mari llegó el otro día 5 minutos tarde, ¿pero quién se cree esa tía que es? que yo estoy trabajando”.
Que sí, que yo le entiendo al buen Señor, pero es que tiene que comprender que trabaja con gente mayor, que las pobres ya no tienen la cabeza tan rápida como antes, que se les olvida o que se encuentran con alguien por la calle, o yo que sé o que sé yo. El caso es que les pedí hora para ese día y ellos tuvieron a bien hacerme un hueco, que dicho sea de paso, no es fácil en verano, que se triplica la población.
Yo ese día volvía de trabajar toda la noche y estaba agotada, me encontraba muy malita y pensaba, madre mía, no puedo cancelar y mucho menos llegar tarde. Ese hombre me mata.
Pues la suerte quiso que en el último momento me entrara un sudor frío y un mareo insufrible. Pensé, voy corriendo, tengo que llegar a la hora. Llegué 5 minutos tarde, apenas podía caminar, pero yo le quería explicar lo que había pasado. Aquel hombre se lanzó sobre el coche como un loco, totalmente indignado y no me dio tiempo a decir nada. Volví a casa totalmente avergonzada y con un disgusto enorme. Mi pobre madre va a tener que aguantar todo su enfado, pensé. Y de hecho así fue.
Y yo me pregunto: ¿es eso normal? Esta gente no sabe el privilegio que supone tener clientes y cuidarlos pase lo que pase. ¿Es tan difícil entender que en la vida no es todo A, B y C y que todos tenemos problemas de última hora y no somos matemáticos en control total del tiempo?
Llevo todo el verano en aeropuertos, día sí, día también.
Hace un par de días que de verdad sentí vergüenza ajena. Estábamos en el aeropuerto de Lisboa y las colas eran interminables. Es triste ver cómo en situaciones relativamente estresantes, sale lo peor del ser humano. Todos estaban preocupados porque iban a perder su vuelo y la gente se colaba sin parar. La mayoría de esa marabunta que se había acumulado en aquel pequeño reducto gritaban, se empujaban. Vi a un señor empujar a un niño y el padre del mismo empujarle de vuelta. Madre mía, qué ejemplo para aquellos niños que miraban a sus progenitores con ojos de incredulidad.
Lo que se suponía era el comienzo de unas vacaciones estupendas, se había tornado en un pequeño despropósito de gente maleducada y egoísta.
De repente vi a un hombre con un chaleco amarillo que rezaba “estoy aquí para ayudarle” y decidí pedirle esa ayuda que tan abiertamente ofrecía. ¿Respuesta? “No puedo ayudarle”. Les prometo que ni siquiera había conseguido formularle mis inquietudes y el señor había desaparecido entre la multitud como el Mago Pop.
Hoy mismo, en el aeropuerto de Bilbao, la mujer encargada de mirar los bolsos que pasan por el escáner me ha gritado “Señora empuje la bolsa”, con un desprecio y una mala educación que he tenido que morderme la lengua, pero el cúmulo de sin razón y pequeños malos tratos acumulados durante el verano me han hecho barruntar muy bajito “madre mía, ya estamos”. ¿Se pueden creer que se me ha acercado una de ellas a preguntarme, ni que decir tiene, de muy malos modos, qué era lo que me pasaba? Le he respondido que ya vale de gritarnos y tratarnos como animales, que tenemos sentimientos y es muy desagradable. La susodicha que me había gritado previamente se me ha puesto literalmente encima increpándome: “Yo hablo así, ¿cuál es el problema?”. Problema ninguno, pero sí es verdad que se agradecería un poco de tacto. En ese momento de tensión me ha pedido perdón. “Es verdad, a veces me pongo insoportable” a lo que le he respondido que no pasa nada, que quedamos amigas y nos hemos empezado a reír e incluso nos hemos dado un abrazo de esos de tregua infinita. En realidad, en la vida con un poco de mano izquierda y educación se soluciona todo.
Con P de paciencia, que créanme cada vez es más necesaria para lidiar con esta vida de inmediatez y escaso contacto humano. En esta vida en la que parar, mirarse a los ojos y hablar, se está perdiendo de manera inexorable.