Crítica de la exposición ‘Renacer’, por Humberto Blanco

Vivir en un tiempo acelerado como el actual transforma el ánimo de las personas guiándolas hacia la inmediatez, el anhelo del ya, la dictadura del ahora. Nuestras vidas se insertan en una dinámica, casi esquizofrénica, que deja poco espacio a la reflexión y a la contemplación, al tranquilo disfrute del tiempo que pasa. Porque todo es tiempo… el tiempo del árbol, el tiempo de la piedra, el tiempo del aire, el tiempo del monumento.

Las catedrales son lugares singulares. Viven en un tiempo propio constituido por una amalgama de épocas integradas por lazos visibles e invisibles, por exuberantes festejos artísticos, por la acumulación de varias vidas de recuerdos que las dotan, en última instancia, de alma. Se podría decir que, periódicamente, las catedrales nacen y renacen en un constante ciclo que las convierte en elementos fundamentales de las ciudades que tienen la fortuna de acoger una. Precisamente es el «Renacer» de la catedral de Palencia el que mueve a estas líneas, un proyecto de envergadura en el que la «Bella desconocida» se celebra en su 700 aniversario.

La propuesta de José Luis Calvo —comisario de la exposición—, logra su objetivo principal: reivindicar el gigantesco caudal artístico atesorado por la catedral durante siglos y su función como maquinaria espiritual transmisora de los mensajes eclesiásticos. No en vano, la muestra se articula en torno a siete capítulos que aluden a los siete sacramentos. Sin embargo, aunque la idea transmitida por la muestra resulta diáfana, el medio por el cual se canaliza en ocasiones adolece de falta de fortuna. La escenografía de velamientos y desvelamientos concebida para realzar obras y espacios a veces naufraga, lo mismo sucede con algunas de las instalaciones creadas para reclamar la vigencia de la vida religiosa y su importancia para vertebrar la existencia cristiana.

No obstante, y con independencia de esta cuestión, la propuesta expositiva también tiene grandes aciertos como es la selección de elementos museográficos —discreta y elegante—  que sirven para realzar la beldad de las obras. También destaca la propuesta de recorrido, plagado de hitos de interés que hacen que la atención nunca decaiga. Particularmente ingeniosa resulta la elevación del nivel del suelo para recuperar perspectivas perdidas que permiten contemplar, como nunca antes, los magníficos sepulcros de Rodrigo Enríquez y, muy especialmente, el del Abad de Husillos; amén de llamar la atención sobre los elementos que perviven de la antigua catedral románica.

El juego de nuevas perspectivas, luces y reflejos no hace sino incrementar la belleza de un monumento excepcional que se desvela de forma brillante, particularmente en su corazón: el altar mayor. Es aquí donde se encuentra el principal atractivo de la exposición: el descubrimiento, tras varios siglos oculto, de un fantástico zócalo de azulejería en tonos blancos y azules, que extienden el elegantísimo retablo renacentista en el que lucen las esculturas de Bigarny, Vahia y Valmaseda; además de las pinturas de Juan de Flandes.

Precisamente a los pies del mismo encontramos dos ilustres «invitados»: La resurrección de Lázaro y La adoración de los Reyes. Estas dos obras de Juan de Flandes son un compendio de pintura de la más bella factura y resulta emocionante contemplarlas en Palencia, especialmente la primera, pues fue concebida para la iglesia de San Lázaro aunque los azares de la Historia la hayan hecho migrar hacia el Museo del Prado que la ha prestado para esta irrepetible ocasión.

Justo delante del altar vale la pena perderse entre las filigranas y los diseños geométricos que adornan la sillería de la Catedral —que estrena iluminación con ocasión del centenario—. Nuevas luces que también sirven para destacar el increíble órgano del siglo XVII que se encuentra justo encima del coro.  Flanqueando este corazón rebosante de arte, se disponen muchas de las obras que contribuyen a realzar esta sobresaliente propuesta. Vale la pena destacar la pareja de óleos sobre alabastros expuesta en la sacristía del templo —un espacio habitualmente cerrado al público—, además de la cuidada selección de textiles y orfebrería litúrgica que se expone en el lado de la epístola.

El lado del evangelio se ha reservado para la pintura con una tasada selección de obras en la que sin duda destacan los dos «grecos» que participan en la exposición. El primero, un Cristo redentor procedente de la catedral de Toledo en el que está presente toda la maestría del pintor cretense, con sus vibrantes colores y profunda expresividad, tanto en el rostro como en las manos. No inferior, se muestra en un lugar destacado el San Sebastián, joya habitualmente expuesta en el Museo catedralicio.

Muchas más sorpresas aguardarán al visitante atento —la maestría de Gil de Siloé, la elegancia de Pedro Berruguete, la espectacularidad de los tapices de Fonseca, etc.—. Pero para qué perdernos en palabras cuando la «Bella reconocida» nos espera a la vuelta de la esquina. No se la pierdan.

Humberto Blanco es técnico del Museo Nacional de Escultura de Valladolid.

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