Con P de Palencia
Hace un par de semanas vi una película con la familia un poco a regañadientes pensando que sería una réplica de la anterior “Viven”. Sin embargo, he de reconocer que cuando se acabó, me sorprendí a mí misma aplaudiendo y calificándola de obra de arte.
A partir de ese visionado, les confieso que no puedo evitar diferenciar a las personas entre las que aman o las que dicen que está más o menos bien.
Cuando saco el temita y a mi interlocutor no se le ilumina la mirada, me llevo una decepción terrible. No sé cómo explicarlo, es como si de repente estuviera intercambiando impresiones con un ser humano carente de sentimientos, emociones o empatía, un ser vacío y anodino.
Imagino que conocen la historia más que de sobra. En 1972 hubo un accidente de avión en los Andes chilenos y un grupo de jóvenes sobrevivió durante 72 días en las condiciones más extremas imaginables. Para los cinéfilos, la peripecia de los miembros de aquel equipo uruguayo de rugby está íntimamente ligada a la película ‘Viven’, que dirigió Frank Marshall en 1993 y en la que lo que más llama la atención del espectador es el hecho de que los supervivientes tuvieran que comer la carne de los difuntos para sobrevivir. Es una película en la que parecía que se había cerrado el círculo y ya no había mucho más que contar.
Confieso que a mí siempre me ha apasionado esta historia /milagro. De hecho, he visto prácticamente todas las entrevistas que se han hecho a los supervivientes y sus familiares. Por eso precisamente tenía unas expectativas tan bajas con este largometraje. Pero Señores, nunca subestimen al gran genio José Antonio Bayona. Es en mi humilde opinión el mejor director de cine que hemos tenido en nuestro país. Una persona tan íntegra que fue capaz de decir que no a una primera llamada del mismísimo Spielberg porque no se veía en el proyecto y que renunció a que se rodara en inglés a pesar de que eso le hubiera facilitado muchísimo las cosas.
Pero volvamos a lo que nos ha traído aquí, “La sociedad de la nieve”.
En esta pieza Bayona narra mediante primerísimos planos la desesperación y el deseo de supervivencia de aquellos jóvenes de la alta sociedad uruguaya que de repente se ven inmersos en el inferno en la tierra, donde la esperanza se les antoja un imposible. Los diálogos entre filosóficos y religiosos te hacen pensar en la fragilidad del destino. ¿Por qué yo he sobrevivido y mi amigo no? Se preguntan los supervivientes.
El director convierte el polémico “canibalismo” en algo místico. De hecho, hay un momento crucial en la película, cuando ya no necesitan el pedazo de carne que llevan guardada para poder encontrar ayuda al otro lado de las inhóspitas montañas. El protagonista lo entierra y mira al cielo otorgándole de nuevo la identidad de espíritu como hiciera Jesús en la última cena.
Hay algo de pureza poética, capaz de elevar a la condición de imagen el fuerte instinto de supervivencia del ser humano en una de las avalanchas que sufren y en las que luchan por conseguir el último aliento. El sonido, la imagen, la gran obra actoral, los sublime diálogos hacen que seamos parte de la lucha y la agonía de una historia en la que las ganas de vivir, el sentido de grupo y la religión hacen que se obre un milagro.
Con P de palomitas.