Los niños también lloran
Hace 15 años cumplí un gran sueño. Pasé uno de los veranos más inolvidables de mi vida en la Capital de Etiopìa, Adis Abeba.
Llegué allí con la cabeza llena de prejuicios, ilusiones y arrogancias varias.
Me veía como una especie de pseudo Teresa de Calcuta que salvaría de la pobreza y el desamor a todos los niños etíopes.
La sorpresa me la llevé cuando descubrí que en aquel convento, gobernado con una sublime maestría por la Hermana Lutgarda, mi ayuda representaba menos que una motita de polvo en medio del desierto.
Aquella fantástica mujer era ya una abuelita de 70 años. Lutgarda era bajita y regordeta pero tenía la mirada más escrutinante que había experimentado jamás. Era fuerte, valiente, alegre y compasiva. Esa grandiosa y a la vez pequeña mujer, había sobrevivido a un país a veces violento, corrupto y sobre todo machista. Nadie se resistía a su gélida mirada.
Aquella mujer estaba sacando adelante a más de 100 huérfanos en el edificio adyacente a su convento y regentaba un colegio de más de 1.000 niños. La mayoría de los alumnos del colegio eran los hijos de la élite del país y el resto eran niños apadrinados por familias extranjeras.
Mi trabajo de voluntaria se centró en el orfanato.
El edificio constaba de tres plantas. En la primera planta había una habitación para los recién nacidos y el resto eran niños hasta los seis años. En la segunda planta los niños de entre 6 y 14 y en la última planta los padres que venían a adoptar. Estos se pasaban tres meses en la ciudad haciendo papeles y visitando a los bebés un par de horas al día para que se acostumbraran a esta nueva vida.
Jamás olvidaré mi primer momento de orfanato. Emma estaba tumbada en su cunita de plástico con sus gigantescos ojos incoloros perdidos y su enorme cabeza rodeada de moscas.
Una trabajadora le apartó los bichejos de la cara. Emma sufría hidrocefalia y ceguera. De repente y sin poder evitarlo, mi rostro se inundó de lágrimas y un nudo me asfixiaba el estómago. Lutgarda me gritó inmediatamente. “Así no Marta, te llevo al aeropuerto inmediatamente”. Era incapaz de recomponerme. Aquel mal trago se me antojó eterno pero lo conseguí, me recompuse y empecé mi aventura de aprendizaje. ¡Aprendí tanto! Aprendí sobre todo a que yo no había ido a aquel país a ayudar sino a ser ayudada.
Me enseñaron a agradecer a mis padres el inmenso amor que me habían profesado. Aprendí a querer a mis futuros hijos sin darles de todo, aprendí a que la vida es injusta pero hay esperanza porque entre todos, con voluntad, todo es más fácil. Aprendí que no era nadie y que hay personas increíbles que pasan la vida ayudando a los demás sin esperar nada a cambio. Aprendí a que la vida es otra cosa.
Con P de plenitud, porque plenitud es lo que sentí rodeada de personitas maravillosas que me regalaron sus corazones.
Continuará….
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