Por Fernando Estébanez Gil
Si por algo es mundialmente conocida Marcilla de Campos es por su laguna, que se ubica junto al casco urbano, y aún más ahora que es navegable.
Ya en el s. XVIII era conocida la leyenda de la ballena. Se refleja en alguno de los libros de viajes de aquella época. En estas líneas voy a tratar de resumir la leyenda que me contaron cuando era niño.
Era un día de primavera avanzada, no recuerdo bien si finales de mayo o principios de junio. Lo que sí puedo asegurar es que eran las vísperas de la octava del Corpus, fiesta mayor del pueblo. Se denominaba día de la función.
Aquel año la laguna estaba a rebosar. Algunos nenúfares en flor y algas de distintas clases servían de soporte para las ranas que se afanaban en un concierto desafinado.
En el “juego pelota” los jóvenes y otros ya no tanto se jugaban la merienda en el frontón formado por las paredes traseras de la iglesia. Los niños observaban o se divertían con los juegos de la temporada.
Ni que decir tiene que en aquella época en todos los pueblos había “un tonto”. El nuestro respondía al nombre de Antolín. A decir verdad, no debía ser muy tonto porque aunque era de mediana edad vivía sin trabajar apenas. Su única ocupación era coger comida para los conejos.
Pues bien, aquella tarde salió con el saco al hombro por los alrededores de la laguna y con la azadilla en ristre iba recolectando hierbas para los conejos. El mismo viento de cierzo que agitaba las espigas hacía que en la superficie del agua se formaran pequeñas olas en nuestra “marecilla”. Al levantar la cabeza Antolín observó como un extraño ser de gran tamaño se movía en el centro de la laguna, al compás del oleaje. En ese mismo instante recordó el sermón del cura hablando de un tal Jonás que fue tragado por una ballena. Temiendo que a él pudiera sucederle lo mismo, ni corto ni perezoso soltó la azadilla y el saco y corrió despavorido alejándose del lugar.
Al llegar al frontón, de forma precipitada narró a la concurrencia lo sucedido. Era tal su convencimiento que muchas de las personas que allí estaban se acercaron a la laguna para observar aquel gigantesco cetáceo que aseguraba nadaba sobre las aguas.
Los niños llegaron los primeros. Ya desde el sendero se divisaba algo que no era habitual pues muchos de ellos eran aficionados a pescar ranas con caña y una bolita roja y se conocían la charca al dedillo. Cuando llegaron los más ancianos el extraño ser se iba acercando a la orilla impulsado por el viento.
El último en llegar fue Fortunato, el pastor. Acababa de encerrar a los animales en el corral.
Al ver a tanta gente en las inmediaciones de la laguna se quedó sorprendido.
– ¡A buenas horas mangas verdes!, ¡ya podíais haber venido antes! – espetó el pastor -. Cuando se cayó la burra al agua no había nadie para echar una mano. Resulta que se le ocurrió ponerse a beber en uno de los sitios preparados para poner el banco de lavar, que es donde más cubre y se resbaló. Allí se quedaron las alforjas que llevó al campo para meter el morral y traer los lechazos. No las pude echar mano porque con el viento se metían hacia el medio.
Al enterarse de lo sucedido los espectadores rompieron a reír. Todos menos Antolín que exclamó: ¡Las cosas son buenas para sabidas!
¿No te fastidia? ¡Bien que habéis venido todos a ver al bicho!
Entonces ya se distinguía más de cerca la albarda. En las inmediaciones de la laguna solo quedó Fortunato y Antolín que pensaban como podrían rescatar las alforjas del naufragio. El resto de los visitantes volvieron a lo que estaban haciendo comentando de forma jocosa lo sucedido.
En los próximos días el pueblo se llenó de invitados que acudían a la fiesta. Esto hizo que lo sucedido se difundiera por toda la comarca. Desde entonces es frecuente que cuando a alguien le hables de Marcilla te saque a colación lo de la ballena.