Por Marta Sastre Barrionuevo (Periodista / Piloto)
Por fin estamos en Navidad, que época tan bonita para estar en familia.
A mí me llena el alma ver las calles decoradas, reunirme con la gente que quiero y a la que el resto del año no tengo la suerte de disfrutar.
A pesar de todo, no puedo evitar pensar en los no tan privilegiados a los que los vacíos en la mesa de Navidad se les hacen insoportables. Por desgracia, en mi familia también hemos tenido estos momentos en los que las ausencias se nos antojaban insufribles.
Sin embargo, los niños con su halo de inocencia te enseñan que cada día es una nueva oportunidad y hay que saborearla a pesar de las estancias deshabitadas.
Hace un par de días estuve en una residencia de la tercera edad. Esta experiencia me hizo reflexionar mucho. No es fácil observar como nos deterioramos, el dolor, el desgaste de nuestro cuerpo y la soledad, la terrible soledad. Entiendo que hay enfermedades, como la demencia, que necesitan vigilancia las 24 horas del día y que los hijos que trabajan no se pueden hacer cargo. Comprendo que hay gente que prefiere estar en un centro porque son conocedores de la imposibilidad de sus vástagos de hacerse cargo de ellos.
Pero, lo que escapa a mi humilde entendimiento es el hecho de que haya abuelos que no reciban visitas, que pasen incluso estas fechas tan señaladas en total y absoluta soledad. Me desgarra las entrañas observar esas miradas perdidas de tristeza y extrema soledad.
Algo habremos hecho mal como sociedad para normalizar algo tan cruel.
El ser humano es un animal social. De hecho, hace ya 70 años el Doctor René Spitz demostró que los bebés que crecen sin amor pueden llegar a morir.
Para probar esto, el Doctor comparó un grupo de neonatos que eran criados en cunas de hospital aisladas, con infantes criados por madres en prisión. A pesar de que las condiciones higiénicas eran bastante peor en la cárcel, el estudio mostró que el 37% de los infantes criados sin madre en un hospital murieron, mientras que no se registró ninguna muerte entre los bebés encarcelados con sus madres.
Si bien es cierto que en un principio se le catalogó como loco por lanzar esta teoría, al final el tiempo le dio la razón.
Cuando envejecemos nos volvemos vulnerables, empezamos a perder facultades físicas y mentales, en conclusión, es como si volviéramos a la infancia. Sólo necesitamos una caricia, una llamada, una persona que escuche nuestros recuerdos, nuestros miedos, nuestros pensamientos. ¿Han visto ustedes alguna vez un animal que sea más frágil que el bebé de un ser humano?
Casi todos los animales son capaces de caminar nada más nacer. Lo mismo sucede en nuestra madurez.
Por favor, en esta Navidad hagamos un esfuerzo los afortunados que todavía disfrutamos de nuestros padres y abuelos. Que nadie pase un sólo día en estas fechas tan señaladas sin amor y atención. Regalémosles escuchar esa historia que tantas veces nos han contado, acompañado de una buena muestra de interés, dejemos el teléfono a un lado y mirémosles a los ojos, porque si hay algo que he aprendido, es que los momentos no vuelven y en esto señores, sí que no existen las segundas oportunidades.
Con p de pacto porque en esta ocasión espero que no les importe que les pida un pequeño favor. Esta Navidad hagamos el pacto de escuchar, perdonar, atender, llamar, abrazar y priorizar a nuestros mayores. Ya verán como todo nos irá mucho mejor. Felices fiestas a todos.