Científicos demuestran que el yoga infantil enseña a los niños a aprender a gestionar sus emociones, reforzar el vínculo con las madres y reducir sus niveles de estrés
A. Míguez / ICAL
El yoga infantil es mucho más que una actividad. Es un aprendizaje y una herramienta para la vida. Es ese hilo conductor que permite a los niños conectar con su cuerpo, descubrir sus emociones y aprender a gestionarlas. Ayuda a tener una relación más sana con el estrés o una mayor capacidad de concentración. El yoga además, mejora la postura y la flexibilidad de los más pequeños al tiempo que refuerza su autoestima e incluso redunda en un mejor rendimiento académico.
“Venimos de una generación en la que lo normal era reprimir las emociones. No se podía estar asustado, la tristeza había que desterrarla cuanto antes o estaba mal visto llorar, más aún si eras un hombre. Ahora, sin embargo, se educa de otra manera y desde edades muy tempranas se les inculca que ninguna emoción es ni buena ni mala y que todas tienen un porqué”, explica Mónica Santamaría, especialista en disciplina positiva para familias y fundadora del centro palentino ‘De la mano de la infancia’, donde se imparte yoga infantil y familiar.
Ella descubrió sus beneficios a raíz del nacimiento de su segunda hija, después de haber investigado mucho sobre el tema. “Cuando cumplió los dos años tenía rabietas constantes y, como madre, me preguntaba qué estaría haciendo mal para que sufriera de esa manera. Gracias a la disciplina positiva pude conectar con ella, entenderla y aprender a calmarla. Con esa intención, y para ayudar a madres que estuvieran en mi misma situación, puse en marcha este negocio hace ya tres años”, confesó.
Sin embargo, insiste en que no es necesario que el menor presente ningún problema de comportamiento para adentrarse en una disciplina que no solo mejorará su relación son los demás sino también consigo mismo. “Es una manera lúdica de tener ese rato de juego y conexión que tanta falta nos hace a todos”.
“Otra manera de educar es posible”
En este centro de yoga, situado en pleno corazón de la capital palentina, se ofrecen talleres para niños, adolescentes y padres basándose en la idea de que “otra manera de educar es posible”. Las clases se imparten a partir de los dos años pero el aprendizaje varía en función del nivel madurativo del menor. Cada uno necesita su ritmo e influye mucho la constancia y el trabajo que se realiza desde casa.
“Cuando son muy pequeños, su cerebro todavía no está preparado para regularse, pero sí son capaces de corregularse con mamá. Eso permite que, a lo mejor de un día para otro, el niño aprende a reconocer que está enfadado y sabe que tiene que hacer los ejercicios de respiración aprendidos en clase para poder tranquilizarse. Ese es un avance muy importante y evita que llegue a explotar”. Es, en definitiva, “una manera de descubrir cómo poder educar desde la tranquilidad y no desde ese cerebro de madre estresada, agobiada o superada”. Además, a medida que el bebé crece y gana movilidad, empieza a ser más participativo en las clases y talleres.
En general, los niños realizan las mismas posturas de yoga que los adultos exceptuando aquellas que pueden suponer algún peligro para su cuerpo ya que todavía se encuentran en pleno desarrollo. Las que les resultan más atractivas o divertidas son aquellas que guardan relación con los animales como, por ejemplo, la postura de la cobra, la del perro mirando abajo, la del gato o la postura del león (con rugido incluido). Los pequeños acuden acompañados por su madre y ella se convierte “en el espejo donde mirarse”. “La mamá me imita a mí como profesora y ellos a su mamá”. Es un trabajo de conexión y vinculación.
No siempre es fácil captar la atención de los pequeños y, por eso, es recurrente el uso de juegos, canciones, láminas o cuentos que les permitan adentrarse en la historia. “Hay que tirar de creatividad e imaginación porque con esas edades tampoco aguantan demasiado tiempo en cada postura y más si son muy pequeños. Es una cuestión de paciencia y de adaptarse a ellos”, explicó Santamaría. “Esto es también un aprendizaje diario para las madres. Aquí descubren pequeños trucos que pueden poner en práctica y que suponen una ayuda para ambos”, confesó.
María, de 38 años, es una de las madres que practica yoga infantil junto a su hija Nerea. “Desde siempre me ha gustado el yoga. Me ha ayudado mucho en épocas de inseguridad o de ansiedad a sentirme bien conmigo misma, a aceptarme y a tener más energía. Cuando fui madre fue una alegría encontrar un centro donde podía practicarlo con mi hija. Para nosotras es un rato de unión, de complicidad, de sintonía. Además siento que está más tranquila y más concentrada en lo que hace desde que empezamos. También la relación con el resto de madres e hijos es especial. Siempre hay un momento para tomar luego un chocolate o ir al parque, hacer algo juntos. Hemos creado una auténtica familia del yoga”, concluyó.